25.10.08

Fantasmas mudos de la música muerta, agujeros rojos en la pintura ciega de mis ojos.
Esta mañana, observándome desde el agua que moja mi rostro.
Fantasmas que discuten el mundo que esconden debajo del arte.
Decir belleza olvidando al hombre, decir belleza comiendo hambre, decir belleza para seguir siendo esclavos.

16.10.08

Escribir aunque haya que arrancarle
las ideas a la tierra,
las raíces a los árboles.
Escribir aunque haya que alzar
piedras para encontrar sentido,
mentiras para buscar verdad.
Escribir e ignorar
los dedos sangrantes,
el rostro helado,
el alma quemándose.
Escribir y erguirse frente a los ojos que nos observan.

7.10.08

No más noches de ciudad, no más lámparas brillantes.
Nunca de nuevo el reflejo del televisor en la luna, nunca.

No más pantallas pálidas, no más luces, no más mentiras.
Nunca de nuevo el alma huérfana de la industria, nunca.

Sólo buscar el lugar en donde la noche todavía es noche.

5.10.08

Era de noche y hacía calor. Sus pensamientos parecían repetirse, sus piernas se desesperaban otra vez, se descontrolaban, caminaban por el inmenso patio de la casa, recorrían todos los rincones, pisaban las flores. Irene lloraba, con la certeza de que estaba pariendo cada una de sus lágrimas, pariendo bebes gigantes y muertos. Quería engañarse pero ya no podía, mentirse hasta que sonara el teléfono, hasta que decidiera en qué lugar esconder esa asquerosa masa de sensaciones, esa gelatina que era ella y que ya no soportaba más.
Su madre estaba recostada en el sillón, gritando, muriendo de dolor. Irene la escuchaba, como todas las noches la escuchaba, enferma, cerca de la muerte pero adentro de la vida. Y la atormentaba el deseo que no podía ocultarse, la enloquecían esos sueños en los que cortaba la carne de la que se había desprendido. No era estúpida, sabía lo que querían decir, y se tenía miedo.
Se había convertido en una mujer extraña hasta para ella misma, en una selva indescifrable, impenetrable. Era un reflejo de lo que había sido, una sombra gris de ese cuerpo multicolor. Era un edificio construido con sus propios escombros. Era un túnel sin salida, sin entrada.
Irene se tenía miedo. Necesitaba hablar con alguien, hablarle a alguien, y ya hacía rato que había perdido el temor al mundo, ya hacía horas que ella era el único peligro.
Se bañó con agua helada y se acordó del bar de la estación, se acordó de que a las 4 de la mañana estaba abierto, lleno de borrachos y ladrones, lleno de viejos, lleno de hombres. Le resultó sensato. Salir, emborracharse, despertarse en alguna habitación sucia, irse en silencio.
Eso hizo, eso quiso hacer, pero lo miró mientras él dormía, sobre esas sábanas manchadas y húmedas. No parecía tan borracho, ni tan viejo ni tan ladrón. Irene no se fue en silencio, ni siquiera se fue haciendo ruido. Se quedó con él toda la mañana, mirándolo hasta que se despertó y se fueron los dos.
Ella llegó a su casa y sonrió. No por él, sino por que había descubierto una obviedad en la que jamás había reparado, una obviedad que iba a ser su respuesta, su solución. Las caras durmiendo, la gente durmiendo.
Nadie, nadie le había dicho, ni sus amigos, ni sus novios, ni su propia madre. Era una receta infalible, un paisaje irreal: las pupilas ocultas, los parpados cerrados, la mente ajena, lejana, la suavidad del sueño. Durmiendo incluso ella era inofensiva.
Decidió comprar pastillas para dormir, y sus últimos días los pasó despertándose sólo para servirse un vaso de agua, tomarse una pastilla y volver a la cama. Y fueron cada vez más pastillas, y durmió tanto que llegó a la muerte.