16.3.09

Este viento es otro. Como si tuviera otro nombre, como si mereciera tener otro nombre. Quizás que se llamara memoria o nostalgia o incluso navaja tendría más sentido. Todo es tan ridículo algunas veces. Como si esto se pareciera al viento de Buenos Aires o al de la Cordillera de los Andes, como si se les asemejara aunque fuera en lo más mínimo. El culpable es nuevamente el lenguaje, por pobre y por idiota, por ser totalmente inútil. Eva, por bronca y por necesidad, deja de llamarlo viento para llamarlo navaja, aunque eso implique alejarse aún más del mundo y de la gente del mundo.
Lo que importa es que la navaja acaricia sólo el cuello de él, deslizándose entre sus arrugas, hasta hacerlo explotar de frío y de sal. Ella ve el pasado, le teme sin siquiera entender por qué. No es miedo al pasado en el futuro, no es miedo a volver a cometer los mismos errores, a caer una y otra vez en las mismas estupideces. Es un pánico calmo y monstruoso, apenas humano. Lo que la acecha es aquello que mejor conoce, años atrapados en un frasco con formol, quedados en el tiempo, como una secuencia de imágenes que se repite durante horas en una película muda.
Él mira el mar. Él mira el horizonte como quien mira una taza de café, como quien mira cualquier objeto comprado un día de lluvia o regalado por alguna de esas tías viejas y perfumadas, él sin darse cuenta de lo imbécil que es para el resto, de la pérdida de tiempo que significa quedarse semanas mirando una taza de café mojada. Él no es consciente y por eso es feliz. Dejó de perseguir al tiempo, y quien no es perseguido tampoco puede escapar (esconderse, correr, pero jamás escapar, delirios paranoicos del tiempo quizás, pero jamás escapar).
Eva lo mira de lejos. Algunas noches ella es cómo él, al menos un instante antes de dormirse, o tal vez uno después. La noche es sabia, piensa Eva. Pero sus días son necios y los de él (y esto ella lo sabe a pesar de que no hayan cruzado ni una palabra, ni una mirada), los de él son reales.