24.12.10

Me visitó una mañana azul. Yo preparaba un té. El agua que explotaba en la pava no era el gris infierno cotidiano sino la soga que me rescataba del subsuelo de un pozo ciego. Me acompañaba la conformista lucidez de quien entiende que la farsa fue construida para protegernos de lo sin nombre.

Tocó el timbre y no quise atender, pero mi cuerpo me quebró la voluntad. Tiempo entró vestido con un saco negro espeso y se sentó sin pedir permiso en el sillón del comedor.

-Me insultan los minuteros y segunderos que colgás en las paredes- dijo.

-Hijo de puta. Otra vez la esquizofrenia, el terremoto otra vez. Qué hipócrita que sos Tiempo, con tu cara tradicional de reloj de casa de abuelos, ofendido porque yo, este ladrillo ínfimo del edificio social, me compro tus mentiras- pensé.

Tiempo y su intrusiva constumbre de leer las palabras mudas de las cabezas me contestaron que las mentiras eran las mías, o las de ellos, pero no las suyas.

Tiempo se sacó las agujas y del uno al doce todos sus ojos de números se transformaron en luz. Me golpeó desnudo con su patada de eternidad inexistente y traduje en un grito el dolor de mi estómago.

Se fue sin que lo eche. Los dos sabíamos que no quedaba nada para decir, aunque yo no hubiera entendido si había venido a verme para iniciar el tormento o para acabar con las fronteras de la tortura.

Puse el saquito de té de vainilla en la taza y la mermelada de arándanos en el pan. Acá no pasó nada, corazón, acá no pasó nada.

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