Parecemos tan trasparentes
pero adentro nuestro viven latentes,
esperando el momento perfecto,
esperando dormidos pero despiertos.
El hastío será revolución,
las lágrimas gestarán arboles
y el amor será más que dios.
Por existir,
solamente por existir.
29.9.08
24.9.08
Era un pacto, una tregua. Sabíamos que el mundo era una amenaza para la gente como nosotros. Y en esos dos ambientes, oscuros, sucios, acogedores ambientes, el mundo había prometido no entrar. Claro que el mundo no habló, no dijo, claro que no, pero el mundo nos lo dio a entender. A veces hay que leer entre líneas.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith, levantábamos nuestros frágiles cuerpos de la cama sólo para sentir esa pasta deslizándose en nuestras bocas como las sábanas de seda en los cuerpos de los amantes ricos. Nos sentíamos ricos, aunque la plata no sobrara. Pocos podrían haber entendido, pocos habrían sabido apreciar como nosotros lo maravilloso de aquella rutina tan precisa, tan inevitable, tan insignificante.
Siempre supimos que habría sido mejor haber nacido en otro tiempo, tiempo quieto, oculto, tiempo vivo por su muerte. No era nuestra culpa, no podíamos castigarnos por eso. Cuando nos sentíamos tristes, cuando maldecíamos ese destino estúpido que nos nació con tantos siglos de demora, mirábamos por la ventana para no olvidar que éramos afortunados. Ante nosotros se desplegaban manadas de animales vestidos de traje, de despreciables personas que caminaban y pensaban que el cambio era el motor del universo. Porque, señores, en nuestros días, todos (excepto un reducido, selecto grupo, en el que nos gustaba sentirnos incluidos) veneran la novedad, construyen altares a la creación, a la originalidad, a la destrucción de la costumbre y el pasado. Ciegos, no entran en razón. Son bestias y no tienen siquiera la capacidad que se requiere para entrar en razón, para detener el movimiento de la carne y recostarse, inmóviles, para admirar la quietud del espíritu. Quietud del tiempo que no pasa, quietud de mermelada de naranja ensuciando nuestros dedos, empalagando nuestra lengua, ardiendo nuestros ojos naranjas.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith. La comíamos sin pan, sin galletitas, sin tostadas, sin nada porque ella era suficiente ella sola, ella era un circuito que se cerraba, un número exacto, una mujer inerte y etérea que dejaba que la tocáramos.
Leíamos hasta el mediodía, el mismo libro todas las veces. Nos imaginábamos a los otros leyendo poesías, leyendo armas, bombas y revoluciones, y agradecíamos. Agradecíamos ser como éramos, regocijarnos recitando el inofensivo manual que nos enseñaba a armar sillas, mesas, bibliotecas, que nunca armaríamos ni querríamos armar. Agradecíamos en silencio, cómplices, hasta que alguno decidía preparar el almuerzo. La mayoría de las veces comíamos arroz, algunas veces fideos, muy a nuestro pesar, pero Edith los traía y nos evitaba salir de casa. No lo decíamos, no era necesario, pero la fuerza que nos movía, o nos permitía darnos el lujo de no movernos, era el miedo. Miedo al infierno, a la calle, a los autos, a los animales vestidos de traje, a tener que salir a comprar un paquete de arroz. Por eso comíamos tan poco, y nos volvíamos tan flacos, y a veces comíamos fideos.
Nunca nos animamos a pedirle a Edith que comprara por nosotros. Éramos cautelosos, ella preparaba la mermelada y mientras nuestra relación no cambiara la seguiría preparando. Vaya uno a saber, si le pedíamos que nos comprara el arroz y por ese atrevimiento la muy estúpida se ofendía y no traía más mermelada. El riesgo era altísimo, era ridículo.
Por las tardes, dormíamos la siesta, los tres apiñados en el sillón del comedor, desnudos, amontonados como la basura que nos rodeaba. Intentábamos que las posiciones de nuestros cuerpos no variaran, que fueran siempre las mismas, pero no podíamos controlarnos durante el sueño. Nunca dejamos de intentarlo, pero en el fondo sabíamos que era inútil, y más en el fondo, no nos importaba. Éramos mejores pero no perfectos.
Al atardecer nos despertábamos, y si nos venían las ganas, charlábamos. Sólo si nos venían las ganas. En general, ninguno tenía mucho para decir, y compartíamos el odio a las palabras huecas, vanas. Sólo hablábamos si se trataba de algo importante, de algo real, de una amenaza, de un problema, de una inquietud. Algo más que un pensamiento, que una miserable cabeza sintiéndose especial. Teníamos bien claro que solos no valíamos ni un centavo, que nuestra existencia cobraba sentido en tanto tres, en tanto acción conjunta y no en tanto reflexión individual.
Por estas cosas, que uno tuvo la suerte de nacer sabiendo, y por eso olvida que muchos apenas intuyen, la explicación me resulta un exceso, pero sé también que es imprescindible. Cuando Julio murió, dejamos de ser tres y todo cambió. Yo fui desde joven el más responsable, el que velaba por la seguridad de todos, el que ataba al resto al deber.
Matarlo a Esteban no fue fácil, porque matarlo fue matarme, y matar a Julio (que ya estaba muerto). Matarlo fue el segundo tercio de mi suicidio, porque, señores, yo cargo con el peso. Matarlo fue más difícil que matarme.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith, levantábamos nuestros frágiles cuerpos de la cama sólo para sentir esa pasta deslizándose en nuestras bocas como las sábanas de seda en los cuerpos de los amantes ricos. Nos sentíamos ricos, aunque la plata no sobrara. Pocos podrían haber entendido, pocos habrían sabido apreciar como nosotros lo maravilloso de aquella rutina tan precisa, tan inevitable, tan insignificante.
Siempre supimos que habría sido mejor haber nacido en otro tiempo, tiempo quieto, oculto, tiempo vivo por su muerte. No era nuestra culpa, no podíamos castigarnos por eso. Cuando nos sentíamos tristes, cuando maldecíamos ese destino estúpido que nos nació con tantos siglos de demora, mirábamos por la ventana para no olvidar que éramos afortunados. Ante nosotros se desplegaban manadas de animales vestidos de traje, de despreciables personas que caminaban y pensaban que el cambio era el motor del universo. Porque, señores, en nuestros días, todos (excepto un reducido, selecto grupo, en el que nos gustaba sentirnos incluidos) veneran la novedad, construyen altares a la creación, a la originalidad, a la destrucción de la costumbre y el pasado. Ciegos, no entran en razón. Son bestias y no tienen siquiera la capacidad que se requiere para entrar en razón, para detener el movimiento de la carne y recostarse, inmóviles, para admirar la quietud del espíritu. Quietud del tiempo que no pasa, quietud de mermelada de naranja ensuciando nuestros dedos, empalagando nuestra lengua, ardiendo nuestros ojos naranjas.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith. La comíamos sin pan, sin galletitas, sin tostadas, sin nada porque ella era suficiente ella sola, ella era un circuito que se cerraba, un número exacto, una mujer inerte y etérea que dejaba que la tocáramos.
Leíamos hasta el mediodía, el mismo libro todas las veces. Nos imaginábamos a los otros leyendo poesías, leyendo armas, bombas y revoluciones, y agradecíamos. Agradecíamos ser como éramos, regocijarnos recitando el inofensivo manual que nos enseñaba a armar sillas, mesas, bibliotecas, que nunca armaríamos ni querríamos armar. Agradecíamos en silencio, cómplices, hasta que alguno decidía preparar el almuerzo. La mayoría de las veces comíamos arroz, algunas veces fideos, muy a nuestro pesar, pero Edith los traía y nos evitaba salir de casa. No lo decíamos, no era necesario, pero la fuerza que nos movía, o nos permitía darnos el lujo de no movernos, era el miedo. Miedo al infierno, a la calle, a los autos, a los animales vestidos de traje, a tener que salir a comprar un paquete de arroz. Por eso comíamos tan poco, y nos volvíamos tan flacos, y a veces comíamos fideos.
Nunca nos animamos a pedirle a Edith que comprara por nosotros. Éramos cautelosos, ella preparaba la mermelada y mientras nuestra relación no cambiara la seguiría preparando. Vaya uno a saber, si le pedíamos que nos comprara el arroz y por ese atrevimiento la muy estúpida se ofendía y no traía más mermelada. El riesgo era altísimo, era ridículo.
Por las tardes, dormíamos la siesta, los tres apiñados en el sillón del comedor, desnudos, amontonados como la basura que nos rodeaba. Intentábamos que las posiciones de nuestros cuerpos no variaran, que fueran siempre las mismas, pero no podíamos controlarnos durante el sueño. Nunca dejamos de intentarlo, pero en el fondo sabíamos que era inútil, y más en el fondo, no nos importaba. Éramos mejores pero no perfectos.
Al atardecer nos despertábamos, y si nos venían las ganas, charlábamos. Sólo si nos venían las ganas. En general, ninguno tenía mucho para decir, y compartíamos el odio a las palabras huecas, vanas. Sólo hablábamos si se trataba de algo importante, de algo real, de una amenaza, de un problema, de una inquietud. Algo más que un pensamiento, que una miserable cabeza sintiéndose especial. Teníamos bien claro que solos no valíamos ni un centavo, que nuestra existencia cobraba sentido en tanto tres, en tanto acción conjunta y no en tanto reflexión individual.
Por estas cosas, que uno tuvo la suerte de nacer sabiendo, y por eso olvida que muchos apenas intuyen, la explicación me resulta un exceso, pero sé también que es imprescindible. Cuando Julio murió, dejamos de ser tres y todo cambió. Yo fui desde joven el más responsable, el que velaba por la seguridad de todos, el que ataba al resto al deber.
Matarlo a Esteban no fue fácil, porque matarlo fue matarme, y matar a Julio (que ya estaba muerto). Matarlo fue el segundo tercio de mi suicidio, porque, señores, yo cargo con el peso. Matarlo fue más difícil que matarme.
20.9.08
18.9.08
El cuarto ya estaba vacío. Inés veía las marcas que habían dejado los muebles en la alfombra y en las paredes, clavaba sus ojos en los restos blancos, vírgenes, de esa pintura amarilla y húmeda, giraba el cuello atontada, como si de repente hubieran golpeado su frente los largos años que todavía vivían en la habitación.
Irse había parecido un juego hasta ese día, hasta ese instante en el que se enfrentaba con el pasado, que era ella misma. Ella misma destruyéndose, hundida en un vaso de agua.
Inés hablaba sola como de costumbre, sabiendo que no hablaba sola, sabiendo que en su cabeza hablaban muchas, y que la que hablara en voz alta sabría hacerse escuchar. Inés decía y se decía que en el centro de la complejidad bailaban juntos el miedo y la estupidez.
Decía, se decía y sabía hacerse escuchar.
Irse era un juego tan simple como cerrar la puerta.
Irse había parecido un juego hasta ese día, hasta ese instante en el que se enfrentaba con el pasado, que era ella misma. Ella misma destruyéndose, hundida en un vaso de agua.
Inés hablaba sola como de costumbre, sabiendo que no hablaba sola, sabiendo que en su cabeza hablaban muchas, y que la que hablara en voz alta sabría hacerse escuchar. Inés decía y se decía que en el centro de la complejidad bailaban juntos el miedo y la estupidez.
Decía, se decía y sabía hacerse escuchar.
Irse era un juego tan simple como cerrar la puerta.
16.9.08
Estabas escuchando la misma canción que habías escuchado todo el día. Yo acababa de llegar pero te conocía. Te mirabas en el espejo y te sentías prisionero. Ese cuerpo era de otra persona, ese cuerpo había sido abandonado, sin carne, sólo lleno de huesos y de dolores.
Estabas tomando el mismo mate que habías tomado todo el día. Te mirabas en el espejo con la boca en la bombilla, con la certeza de que el mundo estaría a punto de estallar, viendo no tu cara sino la lava quemando la espalda de la humanidad.
Te pregunté como estabas y me dijiste que bien, pero siempre me decías que bien, aunque los fantasmas del pasado te estuvieran devorando las manos. Me preguntaste cómo estaba yo, y yo te dije que bien, pero siempre te decía que bien. Vos sabías que mentía, que siempre te mentía. Pero ese día te mentía más, y eso no lo sabías.
Ese día yo sabía que si no te ibas vos me iba a ir yo. El mundo era horrible, yo sabía. Vos también lo sabías y por eso no me servías, y como yo sabía yo tampoco te servía a vos.
Los dos sabíamos. El mundo era horrible y el amor no era más que un parche. Necesitabas una mujer que no lo supiera, para creer por lo menos por unas horas que habías encontrado la solución, y que podías ser feliz de una vez y para siempre. Una mujer que creyera en dios, en los astros o en la revolución. Porque si algo era cierto, era que lo nuestro ya no funcionaba.
Nunca me enojé, era parte del trato. No soy necia y creo que fue lo mejor para los dos. Todavía me acuerdo de vos, y te sigo queriendo, pero fue lo mejor para los dos.
Yo todavía lloro todas las noches. A veces mi llanto no dura más de cinco minutos, es un llanto de costumbre y no de dolor. Pero otras veces lloro hasta que amanece, pienso en vos sabiendo que lloraría lo mismo si estuvieras durmiendo al lado mío. Lloro por las mismas cosas que antes, y por cosas nuevas, lloro porque sigo llorando por las mismas cosas que antes, y porque encima lloro por cosas nuevas.
Cuando hace frío te extraño, pero no te preocupes, te extraño sólo porque sé que estás lejos y porque sé que allá también hace frío.
Estabas triste el día que te fuiste. Me dijiste que estabas bien pero me di cuenta de que estabas triste. Otros días estabas triste y no me daba cuenta, pero ese día estabas más triste. Supongo que era porque me querías, porque en el fondo éramos dos nenes enamorados que no estaban tan seguros de que el mundo fuera un lugar horrible ni de que el amor fuera no más que un parche.
Estabas vestido de negro y de gris, adentro y afuera. Te acordabas de las promesas que rompimos y de las que nunca hicimos. Te acordabas de los domingos, te acordabas de mi cabeza apoyada en tu pecho, y de tus pies y de mis pies.
Estabas sufriendo en silencio. Estabas más lejos, más ausente. Estabas perdido como siempre estuviste perdido, como siempre estuve perdida, pero ya no me querías encontrar. Yo tampoco quería encontrarte, pero igual te buscaba.
Estabas acá ese día, y ahora ya no estás pero los dos sabemos que no cambia nada. Ahora mi vida es igual que antes pero sin vos. Y te escribo sólo para que sepas que yo también me di cuenta de que teníamos razón, de que iba a ser igual porque cuando estábamos juntos estábamos solos.
Estabas tomando el mismo mate que habías tomado todo el día. Te mirabas en el espejo con la boca en la bombilla, con la certeza de que el mundo estaría a punto de estallar, viendo no tu cara sino la lava quemando la espalda de la humanidad.
Te pregunté como estabas y me dijiste que bien, pero siempre me decías que bien, aunque los fantasmas del pasado te estuvieran devorando las manos. Me preguntaste cómo estaba yo, y yo te dije que bien, pero siempre te decía que bien. Vos sabías que mentía, que siempre te mentía. Pero ese día te mentía más, y eso no lo sabías.
Ese día yo sabía que si no te ibas vos me iba a ir yo. El mundo era horrible, yo sabía. Vos también lo sabías y por eso no me servías, y como yo sabía yo tampoco te servía a vos.
Los dos sabíamos. El mundo era horrible y el amor no era más que un parche. Necesitabas una mujer que no lo supiera, para creer por lo menos por unas horas que habías encontrado la solución, y que podías ser feliz de una vez y para siempre. Una mujer que creyera en dios, en los astros o en la revolución. Porque si algo era cierto, era que lo nuestro ya no funcionaba.
Nunca me enojé, era parte del trato. No soy necia y creo que fue lo mejor para los dos. Todavía me acuerdo de vos, y te sigo queriendo, pero fue lo mejor para los dos.
Yo todavía lloro todas las noches. A veces mi llanto no dura más de cinco minutos, es un llanto de costumbre y no de dolor. Pero otras veces lloro hasta que amanece, pienso en vos sabiendo que lloraría lo mismo si estuvieras durmiendo al lado mío. Lloro por las mismas cosas que antes, y por cosas nuevas, lloro porque sigo llorando por las mismas cosas que antes, y porque encima lloro por cosas nuevas.
Cuando hace frío te extraño, pero no te preocupes, te extraño sólo porque sé que estás lejos y porque sé que allá también hace frío.
Estabas triste el día que te fuiste. Me dijiste que estabas bien pero me di cuenta de que estabas triste. Otros días estabas triste y no me daba cuenta, pero ese día estabas más triste. Supongo que era porque me querías, porque en el fondo éramos dos nenes enamorados que no estaban tan seguros de que el mundo fuera un lugar horrible ni de que el amor fuera no más que un parche.
Estabas vestido de negro y de gris, adentro y afuera. Te acordabas de las promesas que rompimos y de las que nunca hicimos. Te acordabas de los domingos, te acordabas de mi cabeza apoyada en tu pecho, y de tus pies y de mis pies.
Estabas sufriendo en silencio. Estabas más lejos, más ausente. Estabas perdido como siempre estuviste perdido, como siempre estuve perdida, pero ya no me querías encontrar. Yo tampoco quería encontrarte, pero igual te buscaba.
Estabas acá ese día, y ahora ya no estás pero los dos sabemos que no cambia nada. Ahora mi vida es igual que antes pero sin vos. Y te escribo sólo para que sepas que yo también me di cuenta de que teníamos razón, de que iba a ser igual porque cuando estábamos juntos estábamos solos.
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