24.9.08

Era un pacto, una tregua. Sabíamos que el mundo era una amenaza para la gente como nosotros. Y en esos dos ambientes, oscuros, sucios, acogedores ambientes, el mundo había prometido no entrar. Claro que el mundo no habló, no dijo, claro que no, pero el mundo nos lo dio a entender. A veces hay que leer entre líneas.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith, levantábamos nuestros frágiles cuerpos de la cama sólo para sentir esa pasta deslizándose en nuestras bocas como las sábanas de seda en los cuerpos de los amantes ricos. Nos sentíamos ricos, aunque la plata no sobrara. Pocos podrían haber entendido, pocos habrían sabido apreciar como nosotros lo maravilloso de aquella rutina tan precisa, tan inevitable, tan insignificante.
Siempre supimos que habría sido mejor haber nacido en otro tiempo, tiempo quieto, oculto, tiempo vivo por su muerte. No era nuestra culpa, no podíamos castigarnos por eso. Cuando nos sentíamos tristes, cuando maldecíamos ese destino estúpido que nos nació con tantos siglos de demora, mirábamos por la ventana para no olvidar que éramos afortunados. Ante nosotros se desplegaban manadas de animales vestidos de traje, de despreciables personas que caminaban y pensaban que el cambio era el motor del universo. Porque, señores, en nuestros días, todos (excepto un reducido, selecto grupo, en el que nos gustaba sentirnos incluidos) veneran la novedad, construyen altares a la creación, a la originalidad, a la destrucción de la costumbre y el pasado. Ciegos, no entran en razón. Son bestias y no tienen siquiera la capacidad que se requiere para entrar en razón, para detener el movimiento de la carne y recostarse, inmóviles, para admirar la quietud del espíritu. Quietud del tiempo que no pasa, quietud de mermelada de naranja ensuciando nuestros dedos, empalagando nuestra lengua, ardiendo nuestros ojos naranjas.
Todas las mañanas disfrutábamos del conocido sabor de la mermelada de naranja que preparaba nuestra vecina Edith. La comíamos sin pan, sin galletitas, sin tostadas, sin nada porque ella era suficiente ella sola, ella era un circuito que se cerraba, un número exacto, una mujer inerte y etérea que dejaba que la tocáramos.
Leíamos hasta el mediodía, el mismo libro todas las veces. Nos imaginábamos a los otros leyendo poesías, leyendo armas, bombas y revoluciones, y agradecíamos. Agradecíamos ser como éramos, regocijarnos recitando el inofensivo manual que nos enseñaba a armar sillas, mesas, bibliotecas, que nunca armaríamos ni querríamos armar. Agradecíamos en silencio, cómplices, hasta que alguno decidía preparar el almuerzo. La mayoría de las veces comíamos arroz, algunas veces fideos, muy a nuestro pesar, pero Edith los traía y nos evitaba salir de casa. No lo decíamos, no era necesario, pero la fuerza que nos movía, o nos permitía darnos el lujo de no movernos, era el miedo. Miedo al infierno, a la calle, a los autos, a los animales vestidos de traje, a tener que salir a comprar un paquete de arroz. Por eso comíamos tan poco, y nos volvíamos tan flacos, y a veces comíamos fideos.
Nunca nos animamos a pedirle a Edith que comprara por nosotros. Éramos cautelosos, ella preparaba la mermelada y mientras nuestra relación no cambiara la seguiría preparando. Vaya uno a saber, si le pedíamos que nos comprara el arroz y por ese atrevimiento la muy estúpida se ofendía y no traía más mermelada. El riesgo era altísimo, era ridículo.
Por las tardes, dormíamos la siesta, los tres apiñados en el sillón del comedor, desnudos, amontonados como la basura que nos rodeaba. Intentábamos que las posiciones de nuestros cuerpos no variaran, que fueran siempre las mismas, pero no podíamos controlarnos durante el sueño. Nunca dejamos de intentarlo, pero en el fondo sabíamos que era inútil, y más en el fondo, no nos importaba. Éramos mejores pero no perfectos.
Al atardecer nos despertábamos, y si nos venían las ganas, charlábamos. Sólo si nos venían las ganas. En general, ninguno tenía mucho para decir, y compartíamos el odio a las palabras huecas, vanas. Sólo hablábamos si se trataba de algo importante, de algo real, de una amenaza, de un problema, de una inquietud. Algo más que un pensamiento, que una miserable cabeza sintiéndose especial. Teníamos bien claro que solos no valíamos ni un centavo, que nuestra existencia cobraba sentido en tanto tres, en tanto acción conjunta y no en tanto reflexión individual.
Por estas cosas, que uno tuvo la suerte de nacer sabiendo, y por eso olvida que muchos apenas intuyen, la explicación me resulta un exceso, pero sé también que es imprescindible. Cuando Julio murió, dejamos de ser tres y todo cambió. Yo fui desde joven el más responsable, el que velaba por la seguridad de todos, el que ataba al resto al deber.
Matarlo a Esteban no fue fácil, porque matarlo fue matarme, y matar a Julio (que ya estaba muerto). Matarlo fue el segundo tercio de mi suicidio, porque, señores, yo cargo con el peso. Matarlo fue más difícil que matarme.

1 comentario:

Anónimo dijo...

magno, sos una genia, te aplaudo! me hubiera gustado enterarme antes de que tenías blog, grr

me encantaron específicamente este y el segundo, o el anteúltimo si contamos al revés del tiempo.

en fin, te aplaudo realmente, estoy orgullosa de mi amiga!